Durante dos años estuve
realizando una intervención voluntaria en el centro de acogida “Hogar El Olivo”.
Es una Casa situada en Arturo Soria, en la c/ Silvano y que está gestionada; En
primer lugar por monjas que viven en el centro y en segundo lugar trabajadores
sociales que hacen tres turnos; Mañana, tarde y noche. Todo esto financiado por
la Comunidad de Madrid.
En el Hogar no sólo hay
niños huérfanos (Es más, son minoría), sino que también viven ahí niños cuyos
padres estaban en riesgo de exclusión, sin empleo y algunos sin residencia y
que durante el día buscaban trabajo o practicaban la mendicidad y por las
noches tenían que ir a albergues a dormir. Por lo cual no podían hacerse cargo
de sus hijos. Algunos de estos padres visitaban a los hijos los fines de semana.
En la casa se les ofrecía, a los niños, un lugar estable donde vivir, una
habitación y un sitio en el comedor así como cariño y asistencia a colegios o
institutos, pues las edades eran desde muy pequeños (1 o 2 años) hasta los 16. Por
las tardes, un equipo de voluntarios, entre los que estaba yo, ofrecíamos apoyo
escolar: ayuda para hacer los deberes, preparar agendas y calendarios y repasar
lo que se había hecho durante el día en el colegio así como futuros exámenes. Sin
embargo mi intervención fue más allá.
Mi “trabajo” se centraba en
el apoyo escolar a tres niños. José, Carlos e Inés (Nombres ficticios).
José de 12 años iba a 1º de
la ESO. Es un niño muy majo, huérfano pero “hijo” de cada una de las monjas que
vivían con él. Muy avispado, le encanta el fútbol (como a la mayoría de los
niños de su edad, puesto que no han descubierto el rugby….) y es muy feliz en el hogar. Había entrado muy
pequeño, alrededor de los cinco años y no conocía ni a su padre ni a su madre,
aunque ésta última si se sabía que estaba viva. Le costaban las mates y la
historia. Yo tampoco soy bueno en Mates pero por lo menos hasta 1º de la ESO sí
que podía ayudarle, y más de una tarde tuve que repasar en mi casa la manera de
hacer divisiones sin calculadora o a descomponer números. A José le sacan los
fines de semana una familia cuyo padre también era voluntario y conocía la
situación de José. Algunos lunes hablábamos, parte de la clase, de que tal se
lo había pasado el fin de semana, yo sabía que disfrutaba tanto, o más, el
charlar conmigo que el que fuera a echarle una mano con las asignaturas, así
que no tenía mucha prisa en que terminaran nuestras charlas las cuales muchas
veces terminaban derivando a temas deportivos, amistades o chicas.
José era de los mayores del Hogar,
esta perfectamente integrado e incluso un poco enchufado por las monjas y tiene
perfectamente asumido que ésa es su familia y su hogar.
Carlos tenía 7 años y tenía
un ojo vago por lo cual, a sus gafas había que sumarle un parche su ojo
izquierdo. Carlos, sin bromas, era monísimo. Muy movido, ceceaba y miraba con
ese ojo el cual mostraba mucho interés en todo lo nuevo. Tenía una hermana que
vivía también en el Hogar y a los dos iba, frecuentemente, a verles su madre.
Aún teniendo el afecto que
tenía por parte de su Madre, hermana y las propias monjas, hacia mí mostró un
gran y repentino cariño. Yo se lo devolvía encantado, pero entre tanto abrazo
era difícil que nos concentráramos en la tarea. Así que, con todo el dolor de mí
corazón, muchas veces tenía que ponerle límites en la exteriorización de su
afecto con la intención de que lleváramos a buen término los deberes y su
aprendizaje lecto-escritor. Porque ésa era otra; leía igual de mal que veía. El
problema con la lectura era común entre Carlos e Inés, pero con Inés iremos más
adelante.
Carlos leía mal, porque veía
mal, y los niños que leen mal, suelen escribir mal.
Nuestras clases eran largas
y difíciles porque Carlos se entretenía con cualquier cosa.
Le gustaban las mates y hacía
cuentas muy bien, pero leer y escribir le traían por el camino de la amargura. Tenía
ganas de aprender y se veía que disfrutaba cuando hacía bien una suma o resta
por lo que yo le estimulaba a través de esa auto-recompensa. Por cada ratito de
lectura hacíamos dos pequeñas cuentas que él sacaba con facilidad, y así
conseguía mantener su efímera atención en las letras
Muchas clases, tras haber
terminado los deberes ( Tarea que duraba
entre dos horas y dos horas y pico repartidas en; 70% distracción 30 % trabajo)
cogíamos el libro de poesía de Gloria Fuentes y practicábamos un poco de
lectura. Ese libro le gustaba mucho porque aparte de los dibujos, cuando terminábamos
la página yo le leía la poesía poniendo diferentes voces y entonando de manera
un poco exagerada.
Inés tenía 6 años, casi 7, y
estaba en 1º de primaria aunque debería estar en 2º.
Leía y escribía muy mal y mí
intervención se centraba en enseñarle estos dos requisitos culturales
imprescindibles. Enorme tarea para un chico de 19 años y cursando 1º de Educación
Infantil.
Inés había entrado en el
hogar hacía escasamente dos meses, su padre las había abandonado a ella y a su
madre y ésta en paro y desahuciada, no podía hacerse cargo de la menor. Sin
embargo todos los fines de semana acudía al hogar a pasar unas horas con su
hija.
A los dos problemas de
lecto-escritura, había que sumarle un problema conductual y, a mi parecer, de exteriorización de
emociones.
Su tono de voz siempre era
demasiado elevado lo cual llamaba la atención del mismo modo que si hubiera
sido demasiado bajo. Cuando reía; aunque de su boca saliera risa su cara no
reflejaba tal emoción, más bien no reflejaba ninguna. Con esto no quiero decir
que no se riera sinceramente, se reía bastante y en contextos adecuados, sino
que era evidente la disonancia entre esa risa sonora y el lenguaje facial que
en ese momento manifestaba.
Era frecuente que pasara de
un extremo emocional a otro. Donde más llamaba la atención era con la rapidez
que se podía clamar después de sufrir un enfado terrible. Pasaba de estar
berreando, llorando muchísimo, insultando, escupiendo o mordiendo a
tranquilizarse y pedir perdón. Y de igual modo podía pasar de estar riendo a
llorando, de timidez o vergüenza a confianza, de ser “su amigo” a “su enemigo”.
Todo esto hacía muy difícil la
intervención con ella, sin embargo Inés tenía una cualidad muy especial; cuando
quería era muy bien agradecida. Y que de la boca de una niña de seis años salga
un sincero “muchas gracias Pablo, te quiero mucho” hacía que se disiparan todas
las dudas que una hora antes su difícil comportamiento podían haber creado. Y
se puede pensar que lo utilizaba como un arma emocional o de la manera que un
niño puede usar el chantaje emocional para conseguir cosas a su favor, sin
embargo Inés: uno, no lo decía todos los días ni mucho menos, quizá en dos años
me agradeció mi presencia 3 o 4 veces, y además coincidía que era al rato de
habernos despedido. Cuando yo me quedaba con Maria Auxiliadora, hablando en su
pequeña “garita” aparecía Inés, se me quedaba mirando y me decía esa frase que
me hacía emocionar.
Cuando decía que mi trabajo
iba más allá del mero apoyo escolar es que yo a esos chicos trataba de
escucharles y hacerles ver que yo no sólo estaba ahí para ayudarles a hacer los
deberes y cada uno de ellos supo hacerme ver que habían recibido más de lo que
un profesor de actividades extraescolares exclusivamente, puede dar.
Actualmente y desde hace un
año no sigo haciendo la labor de voluntario, sin embargo cada 2 meses hago una
visita a El Hogar y siempre soy recibido con el mismo cariño.
Pablo Pastor González.
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